el vacío en la disciplina artistica 1
Exploro y ejecuto dejando vacíos más que ocupándolos. Mi enfoque ha estado, desde siempre, en determinar qué lugar necesita contener algo y qué áreas pueden o deben permanecer abiertas. Básicamente, he construido una carrera a partir de esa decisión: definir dónde es necesaria una intervención y dónde no. Y ha sido difícil, pero no para mi. Existe una especie de terror instalado en el espacio en blanco. Un miedo compartido y heredado. El infame lienzo vacío es al diseñador lo que la hoja muda al escritor: una superficie que, al no ser ocupada, parece exigir justificación.
Pero comenzar no siempre se trata de crear. A veces se trata de reconocer lo que ya está ahí. De mirar con atención lo que tenemos a mano y calibrar cuánto estamos dispuestos a exteriorizar. Si hay algo que decir, en buena hora. Si no, lo que aparece puede ser simplemente ruido. Y cuando no hay nada, el proceso se vuelve monótono. Incluso triste.
A menudo, cuando el resultado de un trabajo contiene más vacío que elementos activos, ciertos observadores experimentan incomodidad. Hay una ansiedad por completarlo. Quieren que se llene, que se accesorice, que se disfrace. Como si el diseño fuera una suma de objetos que deben justificarse por saturación. Como si la decisión de no añadir más cosas no pudiera ser, en sí misma, una postura crítica. Pero toda lectura pasa por el filtro del que observa, y ese filtro, afortunadamente o no, es subjetivo, intransferible y condicionado por variables infinitas.
Muchas veces he sentido incomprensión y en algunos casos rechazo por parte de colegas. Aplicaciones descartadas por “demasiado planas” o “poco elaboradas”… Según qué vara? ¿Cuándo se decidió que la labor gráfica se mide en numerosas capas y estímulos desproporcionados? Incluso cuando hay un uso consciente y preciso del espacio negativo, si la pieza no resulta llamativa a simple vista, su legitimidad se pone en duda. Está bien, puedo comprenderlo… Hay formas de mirar que necesitan impacto inmediato…. y yo también ignoro muchas cosas, más aún siendo autodidacta, sin respaldo académico ni un corpus teórico que me valide.
Mi primer libro está próximo a publicarse y me interesa entender qué espacios de distribución están dispuestos a incorporar propuestas que no dependen del exceso ni de la espectacularidad. No es un objeto pensado para impactar de inmediato, sino para sostener una lectura visual que se articula desde la musicalidad, el ritmo y la omisión como recursos compositivos. No busca llenar, sino estructurar silencios.
El panorama editorial y gráfico contemporáneo parece estar saturado de estímulos: proliferación de formas, texturas y cromatismos que, más que responder a decisiones conceptuales, a menudo se alinean con una demanda de visibilidad instantánea. La relación con la imagen se ha vuelto ansiosa. En ese contexto, lo sobrio, lo contenido y lo no inmediato tiende a ser descartado por falta de legibilidad comercial.
En contraste, mi práctica se apoya en una lógica más estructural y menos ornamental. Me interesa operar desde la economía visual, no como gesto minimalista, sino como metodología de análisis espacial. Entiendo la composición como un sistema en donde cada elemento está al servicio del equilibrio, la respiración y la tensión interna. Esto no implica neutralidad, sino una búsqueda deliberada de densidad formal a partir de decisiones mínimas.